La palabra de Daniel Isoardi en homenaje al Padre Felipe

Roberto Gómez
Por Roberto Gómez febrero 11, 2019

La palabra de Daniel Isoardi en homenaje al Padre Felipe

El acceso a Navarro por ruta 47 se llama Padrw Felipe Raffo Benegaa Lynch, y Daniel Isoardi fue uno de los oradores que describió al recordado cura párroco de la siguiente manera:

«Es difícil hacer rápidamente una semblanza de Felipe, pero tratare de ir a lo profundo tratando de desechar lo accesorio, como a él le gustaba.
El 6 de diciembre de 2012 amaneció gris y lluvioso, y a media mañana, llegó la triste noticia del accidente. Felipe Adolfo Raffo Benegas Lynch era su nombre completo y provenía de una familia de renombre, hijo de un Juez, nieto de Tiburcio Benegas, creador de la bodega Trapiche. Sin embargo, siempre fue un humilde trabajador de las almas al que llamamos simplemente Padre Felipe, al que nunca le importó hacer carrera dentro de la curia.
Felipe llegó a Navarro en la Pascua de 1983; con sus flamantes 40 años, demostró tener una mirada particular respecto de la Iglesia y del funcionamiento parroquial. No en vano Monseñor Agustín, al despedir sus restos nos recordó que había sido «un cura fuera de molde».
Una de sus preocupaciones iniciales fue la catequesis. La preparación para el Bautismo y la Confirmación y la iniciación matrimonial eran temas centrales en sus reflexiones de entonces. Porque apuntaba a la base. Bien a la base. Pensaba en los más chicos, hacedores del futuro y en la familia, célula y sustento de una comunidad madura y fecunda Reformó la catequesis de Comunión y Confirmación, y el primer signo de transformación fue puesto en la aparición de las túnicas, iguales ellas para todos los niños. Al mismo tiempo, con la creación del grupo de charlas para novios buscó poner en valor el fortalecimiento de la etapa previa al matrimonio. «No es importante haber fijado la fecha de la boda, sino estar seguro de compartir la vida en adelante», solía decir con frecuencia.
Se volcó a los jóvenes y lo hizo con pasión. Los estimuló a sentirse amados por Dios, los invitó a conocerlo y a comprometerse con la causa de Cristo, y en ese derrotero les propuso andar los caminos del encuentro personalísimo con el Padre a través de cursillos de cristiandad, jornadas y cenáculos. Formó el Consejo Pastoral y delegó en él todas las decisiones relacionadas con la acción que le era propia.
Tres años trabajó reflexivamente para la celebración de los 150 años de la Parroquia; y lo hizo invitando a todos, porque entendía que todos éramos protagonistas de ese momento histórico.
Conformó la Comisión Pro Templo y con ella motorizó las reformas y mejoras que llegaron después de un monumental esfuerzo compartido con la comunidad.
Sectorizó el pueblo y le asignó un Santo Protector a cada sector. Entronizó en cada barrio las imágenes que, en medio de las mejoras desplazó del templo y, simultáneamente, creó el grupo de Misioneras para llegar a todos los hogares.
Con la siempre recordada Misión de 1990, apareció la necesidad de crear las capillas barriales. Trabajó mucho, alcanzó algunos objetivos y tuvo que postergar otros. Pero allí están las Capillas de San José, y la de Nuestra Señora del Carmen y San Cayetano.
Bregó por volcar a la comunidad en cada fiesta de la Iglesia, que vivía como un acontecimiento especial. Llegaron las Novenas Preparatorias, los Vía Crucis y los Pesebres vivientes, y centró su prédica en la importancia que asignaba a la gozosa preparación del corazón sostenida sobre la reconciliación con Dios.
Fue un santo sacerdote, y como tal un enamorado de Cristo. Por eso alentó sistemáticamente la lectura y reflexión de la palabra y la adoración eucarística.
Creó el Grupo de Liturgia, dando real participación a los laicos en la preparación de la Misa, una celebración en la que él, armoniosamente, hacía un cóctel entre rigurosidad, simpleza, sencillez y alegría, llamando siempre a la reflexión y a la conversión. También creó para servicio a la comunidad la Librería y Santería Parroquial.
En su ferviente deseo de acercarnos a Dios como Gran Jefe y Señor de la historia, alentó la formación del Grupo Scout allá por 1988 y comenzó el silencioso pero eficaz peregrinar por el Hospital de Navarro, una misión que cumplió con rigurosidad y entrega. Sus encuentros personalísimos con los enfermos, se convirtieron en un alimento esencial para su alma; el contacto con el hermano que sufre y lo llevó a crear la Pastoral de la Salud.
Se ocupó de la educación a través del Instituto San Lorenzo, creando el nivel primario y teniendo contacto frecuente con alumnos y cuerpo docente.
En su siempre viva idea de participación parroquial, creó el grupo de Ministros Extraordinarios de la Comunión.
Su incondicional amor por María lo impulsó a poner siempre a la comunidad bajo el amparo de nuestra Madre; y en esa línea, en 1988 propuso la Primera Peregrinación a pié a Luján, una manifestación de fe que se ha repetido en diecinueve oportunidades, diecisiete de las cuales lo tuvieron como peregrino junto al pueblo de Dios.
Ese fenómeno provocó la aparición del Grupo Servidores de María, mientras una réplica de la Imagen de María de Luján comenzó a visitar los hogares de esta comunidad.
Parco, tímido, a veces tajante pero siempre comprensivo, se esforzó por alentar la actividad misional, sobre la que reflexionaba inexorablemente en sus acciones. Sorprendía siempre en febrero cuando, recién llegado de sus vacaciones, proponía las ideas a desarrollar durante el año para llegar mejor a quienes estaban alejados pero eran potencialmente agentes de crecimiento de la actividad parroquial.
Acompañó con sabiduría al Grupo de Jóvenes Misioneros y, en su tiempo de vacaciones, se hizo parte de la Misión de 2011 en la localidad de Almeyra, en tanto estimuló también las Jornadas Misioneras en los barrios de Navarro.
En 2011 sugirió a los laicos la necesidad de interesarse por el Movimiento de Misión Permanente y Continental de la Iglesia. Allí pudo contagiar su fervor misionero y logró dar origen al Grupo Parroquial de Misión Arquidiocesana.
Concibió a la Parroquia como casa y escuela de comunión, y por ello trabajó para crear el grupo Familias Misioneras.
Todas las Instituciones Parroquiales tuvieron su acompañamiento, más nunca su conducción. Felipe se mostró siempre cerca e interesado por el accionar de cada grupo, confiando plenamente en el manejo que hacían las autoridades que, finalmente, eran representantes de la feligresía navarrense. Era su estilo, porque confiaba cabalmente en la comunidad, respetando «infinitamente» la libertad individual; y decir «infinitamente» no es metafórico sino real. Porque él, con su descomunal sabiduría, siempre tenía presente que Dios «respetaba infinitamente la libertad de sus hijos». Una demostración más del Pastor con olor a oveja, como dijo algún amigo en estos días. “Unidad en la diversidad” repetía hasta el cansancio, cuando debatíamos decisiones parroquiales.
Había compromisos inmodificables en su vida: Cada día 7, todos los meses, se acercaba al Santuario de San Cayetano con la intención de confesar a sus hermanos. Valoraba esa experiencia como sumamente enriquecedora porque, lo dijo muchas veces, lo acercaba a las verdaderas necesidades del hombre común, del que todos los días da pelea a la vida.
Felipe disfrutaba de los encuentros mensuales, el primer martes de mes, con sus hermanos sacerdotes de la zona. Cada encuentro era una enseñanza, una experiencia superadora y una posibilidad de hacer explícito su amor por la familia heredada.
Era infaltable su presencia en los retiros sacerdotales. No importaba su sordera, que muchas veces lo dejaba fuera de juego. Ponía en primer lugar su sentido de la Diocesaneidad y saboreaba la alegría de compartir su vocación sacerdotal.
Cura Brochero era su morada en enero. Porque amaba la Obra y encontraba el espacio inspirador para proyectar un nuevo año.
Felipe fue un buen Pastor. Felipe fue también padre en tanto dador de vida. Rescató muchas almas de la oscuridad, las acercó a Dios y devolvió a las personas una nueva vida. Amó a sus hijos sin esperar la recompensa, y lo hizo con humildad, grandeza y discreción.
Fue Padre, amigo y compañero fiel de los seminaristas; le preocupaba la formación de quienes seguirían marcando el camino. Por eso los estimulaba a preparar las homilías de la Misa de niños en tano él mismo se disponía a escucharlos atentamente. Decía que el desayuno de los sábados con sus seminaristas, era algo así como «la Hora Santa de la Semana».
Pensaba serenamente qué actividad les confiaría a esos mismos Seminaristas para ayudarlos en el camino y finalmente, dándoles derecho a vuelo propio, asistía feliz a todas las ordenaciones sacerdotales de quienes ya eran sus discípulos.
Dios lo llamó en su momento más sublime; era un día gris, ha quedado dicho. Fue minutos después de su última visita a los enfermos en el Hospital, y en el instante en que lo esperaba para almorzar un sacerdote al que amaba como a su propio hijo. Quedó trunco el encuentro y también su habitual visita al Seminario Arquidiocesano.

Esa mañana Felipe no tuvo en cuenta su enfermedad, ni el mal tiempo, ni el riesgo que todo ello llevaba implícito. Salió al encuentro de Cristo y se encontró con el Cielo.
Todos sabemos que su gran anhelo era quedarse para siempre en Navarro; y lo logró, porque descansa ya en el atrio del Templo.
Más allá de todo, Felipe se instaló vivo en los corazones de todas aquellas personas que tuvimos la gracia de conocerlo, de trabajar con él y de dejarnos contagiar por los valores que vivía y predicaba.
Amigo paciente, celebrante de la vida, padre bueno, coherente en sus acciones, amante del Evangelio, fanático de Bach, convencido y convincente, predicador incansable y fecundo, gracias por la huella imborrable que dejaste en muchas almas sedientas de una nueva vida».

Algunas palabras que dedicaron al padre Felipe el día del nombre al acceso a Navarro fueron muy emotivas. Otras descriptivas e informativas, pues muchos no conocían ni recordaban su obra.
Daniel Isoardi fue uno de los oradores y describió al recordado cura párroco de la siguiente manera:

«Es difícil hacer rápidamente una semblanza de Felipe, pero tratare de ir a lo profundo tratando de desechar lo accesorio, como a él le gustaba.
El 6 de diciembre de 2012 amaneció gris y lluvioso, y a media mañana, llegó la triste noticia del accidente. Felipe Adolfo Raffo Benegas Lynch era su nombre completo y provenía de una familia de renombre, hijo de un Juez, nieto de Tiburcio Benegas, creador de la bodega Trapiche. Sin embargo, siempre fue un humilde trabajador de las almas al que llamamos simplemente Padre Felipe, al que nunca le importó hacer carrera dentro de la curia.
Felipe llegó a Navarro en la Pascua de 1983; con sus flamantes 40 años, demostró tener una mirada particular respecto de la Iglesia y del funcionamiento parroquial. No en vano Monseñor Agustín, al despedir sus restos nos recordó que había sido «un cura fuera de molde».
Una de sus preocupaciones iniciales fue la catequesis. La preparación para el Bautismo y la Confirmación y la iniciación matrimonial eran temas centrales en sus reflexiones de entonces. Porque apuntaba a la base. Bien a la base. Pensaba en los más chicos, hacedores del futuro y en la familia, célula y sustento de una comunidad madura y fecunda Reformó la catequesis de Comunión y Confirmación, y el primer signo de transformación fue puesto en la aparición de las túnicas, iguales ellas para todos los niños. Al mismo tiempo, con la creación del grupo de charlas para novios buscó poner en valor el fortalecimiento de la etapa previa al matrimonio. «No es importante haber fijado la fecha de la boda, sino estar seguro de compartir la vida en adelante», solía decir con frecuencia.
Se volcó a los jóvenes y lo hizo con pasión. Los estimuló a sentirse amados por Dios, los invitó a conocerlo y a comprometerse con la causa de Cristo, y en ese derrotero les propuso andar los caminos del encuentro personalísimo con el Padre a través de cursillos de cristiandad, jornadas y cenáculos. Formó el Consejo Pastoral y delegó en él todas las decisiones relacionadas con la acción que le era propia.
Tres años trabajó reflexivamente para la celebración de los 150 años de la Parroquia; y lo hizo invitando a todos, porque entendía que todos éramos protagonistas de ese momento histórico.
Conformó la Comisión Pro Templo y con ella motorizó las reformas y mejoras que llegaron después de un monumental esfuerzo compartido con la comunidad.
Sectorizó el pueblo y le asignó un Santo Protector a cada sector. Entronizó en cada barrio las imágenes que, en medio de las mejoras desplazó del templo y, simultáneamente, creó el grupo de Misioneras para llegar a todos los hogares.
Con la siempre recordada Misión de 1990, apareció la necesidad de crear las capillas barriales. Trabajó mucho, alcanzó algunos objetivos y tuvo que postergar otros. Pero allí están las Capillas de San José, y la de Nuestra Señora del Carmen y San Cayetano.
Bregó por volcar a la comunidad en cada fiesta de la Iglesia, que vivía como un acontecimiento especial. Llegaron las Novenas Preparatorias, los Vía Crucis y los Pesebres vivientes, y centró su prédica en la importancia que asignaba a la gozosa preparación del corazón sostenida sobre la reconciliación con Dios.
Fue un santo sacerdote, y como tal un enamorado de Cristo. Por eso alentó sistemáticamente la lectura y reflexión de la palabra y la adoración eucarística.
Creó el Grupo de Liturgia, dando real participación a los laicos en la preparación de la Misa, una celebración en la que él, armoniosamente, hacía un cóctel entre rigurosidad, simpleza, sencillez y alegría, llamando siempre a la reflexión y a la conversión. También creó para servicio a la comunidad la Librería y Santería Parroquial.
En su ferviente deseo de acercarnos a Dios como Gran Jefe y Señor de la historia, alentó la formación del Grupo Scout allá por 1988 y comenzó el silencioso pero eficaz peregrinar por el Hospital de Navarro, una misión que cumplió con rigurosidad y entrega. Sus encuentros personalísimos con los enfermos, se convirtieron en un alimento esencial para su alma; el contacto con el hermano que sufre y lo llevó a crear la Pastoral de la Salud.
Se ocupó de la educación a través del Instituto San Lorenzo, creando el nivel primario y teniendo contacto frecuente con alumnos y cuerpo docente.
En su siempre viva idea de participación parroquial, creó el grupo de Ministros Extraordinarios de la Comunión.
Su incondicional amor por María lo impulsó a poner siempre a la comunidad bajo el amparo de nuestra Madre; y en esa línea, en 1988 propuso la Primera Peregrinación a pié a Luján, una manifestación de fe que se ha repetido en diecinueve oportunidades, diecisiete de las cuales lo tuvieron como peregrino junto al pueblo de Dios.
Ese fenómeno provocó la aparición del Grupo Servidores de María, mientras una réplica de la Imagen de María de Luján comenzó a visitar los hogares de esta comunidad.
Parco, tímido, a veces tajante pero siempre comprensivo, se esforzó por alentar la actividad misional, sobre la que reflexionaba inexorablemente en sus acciones. Sorprendía siempre en febrero cuando, recién llegado de sus vacaciones, proponía las ideas a desarrollar durante el año para llegar mejor a quienes estaban alejados pero eran potencialmente agentes de crecimiento de la actividad parroquial.
Acompañó con sabiduría al Grupo de Jóvenes Misioneros y, en su tiempo de vacaciones, se hizo parte de la Misión de 2011 en la localidad de Almeyra, en tanto estimuló también las Jornadas Misioneras en los barrios de Navarro.
En 2011 sugirió a los laicos la necesidad de interesarse por el Movimiento de Misión Permanente y Continental de la Iglesia. Allí pudo contagiar su fervor misionero y logró dar origen al Grupo Parroquial de Misión Arquidiocesana.
Concibió a la Parroquia como casa y escuela de comunión, y por ello trabajó para crear el grupo Familias Misioneras.
Todas las Instituciones Parroquiales tuvieron su acompañamiento, más nunca su conducción. Felipe se mostró siempre cerca e interesado por el accionar de cada grupo, confiando plenamente en el manejo que hacían las autoridades que, finalmente, eran representantes de la feligresía navarrense. Era su estilo, porque confiaba cabalmente en la comunidad, respetando «infinitamente» la libertad individual; y decir «infinitamente» no es metafórico sino real. Porque él, con su descomunal sabiduría, siempre tenía presente que Dios «respetaba infinitamente la libertad de sus hijos». Una demostración más del Pastor con olor a oveja, como dijo algún amigo en estos días. “Unidad en la diversidad” repetía hasta el cansancio, cuando debatíamos decisiones parroquiales.
Había compromisos inmodificables en su vida: Cada día 7, todos los meses, se acercaba al Santuario de San Cayetano con la intención de confesar a sus hermanos. Valoraba esa experiencia como sumamente enriquecedora porque, lo dijo muchas veces, lo acercaba a las verdaderas necesidades del hombre común, del que todos los días da pelea a la vida.
Felipe disfrutaba de los encuentros mensuales, el primer martes de mes, con sus hermanos sacerdotes de la zona. Cada encuentro era una enseñanza, una experiencia superadora y una posibilidad de hacer explícito su amor por la familia heredada.
Era infaltable su presencia en los retiros sacerdotales. No importaba su sordera, que muchas veces lo dejaba fuera de juego. Ponía en primer lugar su sentido de la Diocesaneidad y saboreaba la alegría de compartir su vocación sacerdotal.
Cura Brochero era su morada en enero. Porque amaba la Obra y encontraba el espacio inspirador para proyectar un nuevo año.
Felipe fue un buen Pastor. Felipe fue también padre en tanto dador de vida. Rescató muchas almas de la oscuridad, las acercó a Dios y devolvió a las personas una nueva vida. Amó a sus hijos sin esperar la recompensa, y lo hizo con humildad, grandeza y discreción.
Fue Padre, amigo y compañero fiel de los seminaristas; le preocupaba la formación de quienes seguirían marcando el camino. Por eso los estimulaba a preparar las homilías de la Misa de niños en tano él mismo se disponía a escucharlos atentamente. Decía que el desayuno de los sábados con sus seminaristas, era algo así como «la Hora Santa de la Semana».
Pensaba serenamente qué actividad les confiaría a esos mismos Seminaristas para ayudarlos en el camino y finalmente, dándoles derecho a vuelo propio, asistía feliz a todas las ordenaciones sacerdotales de quienes ya eran sus discípulos.
Dios lo llamó en su momento más sublime; era un día gris, ha quedado dicho. Fue minutos después de su última visita a los enfermos en el Hospital, y en el instante en que lo esperaba para almorzar un sacerdote al que amaba como a su propio hijo. Quedó trunco el encuentro y también su habitual visita al Seminario Arquidiocesano.

Esa mañana Felipe no tuvo en cuenta su enfermedad, ni el mal tiempo, ni el riesgo que todo ello llevaba implícito. Salió al encuentro de Cristo y se encontró con el Cielo.
Todos sabemos que su gran anhelo era quedarse para siempre en Navarro; y lo logró, porque descansa ya en el atrio del Templo.
Más allá de todo, Felipe se instaló vivo en los corazones de todas aquellas personas que tuvimos la gracia de conocerlo, de trabajar con él y de dejarnos contagiar por los valores que vivía y predicaba.
Amigo paciente, celebrante de la vida, padre bueno, coherente en sus acciones, amante del Evangelio, fanático de Bach, convencido y convincente, predicador incansable y fecundo, gracias por la huella imborrable que dejaste en muchas almas sedientas de una nueva vida».

Roberto Gómez
Por Roberto Gómez febrero 11, 2019